LECCIONES DE UNA EDECÁN

En el 2015, tras quedarme sin suficientes ingresos para pagar mi renta en el DF, empecé a trabajar como edecán. Mi introducción a este mundo fue la invitación a un grupo de Whatsapp por parte de una chica que conocí en una fiesta la noche anterior, y fueron estos grupos los que me dieron varias lecciones de vida en el transcurso de los siguientes dos años.

Los grupos en sí sirven casi exclusivamente como plazas de mercado para agencias o marcas que quieren contratar los servicios de “imagen” de mujeres para eventos o actividades promocionales y corporativos.

Recién despertada y aún acostada en mi cama, empecé a scrollear entre la variedad de ofertas. Los sentimientos hacia mi posible futuro laboral eran una mezcla rara entre curiosidad, flojera, conflicto, emoción y temor. La curiosidad y la emoción iban de la mano y claramente venían de mis ganas prominentes de experimentar realidades aún desconocidas para mí. La flojera nacía, aparte de imaginarme parada en tacones todo el día, del hecho de tener que ponerme vestidos cortos, tolerar miradas lascivas e interactuar con las otras chicas que en mi expectativa iban a ser de naturaleza competitiva y superficial. Y el temor, pues era producto de leer algunos anuncios ambiguos donde la convocatoria invitaba la posibilidad de que los servicios de “imagen” se convirtieran, por más $$, en servicios sexuales.

La “imagen” que buscaban las marcas se revelaba en categorías claras - A, AA, y AAA. Entre más alta, más “finita” (entiéndase como rasgos de mujer blanca), más joven, más flaca, más educada - más dinero por hora (AAA). Claramente, estas características se vendían como aspiracionales y se traducían en mayor utilidad para el cliente final. Esta era la cuna del conflicto que sentía. El propagar la cosificación de mi cuerpo y los estándares de belleza que nos habían causado tanto mal a las mujeres. Y no solo era la reproducción de ello, si no que yo me iba a beneficiar de la clasificación racista de la belleza. Apagué la pantalla de mi celular. 

Momentos después decidí que mi conflicto era algo hipócrita, o al menos exagerado, dadas todas las otras circunstancias tal vez más sutiles, donde mi color de piel y contexto habían influenciado el transcurso y la calidad de mis condiciones de vida. Venga, ¡a pagar esas cuentas apiladas sobre mi escritorio!

Para mi primer trabajo me citaron en el Centro Citibanamex, en el stand de Samsung. Era una expo de accesorios electrónicos si no mal recuerdo. A las 8 am estábamos 5 chicas sentadas en el suelo bajo la luz estéril del centro fantasma, esperando que nos dieran instrucciones antes de que abrieran las puertas. Tres de las chicas ya se conocían. Mari, la otra chica que venía sola me preguntó de dónde era y me platicó que había llegado de Venezuela hace un par de años para ganar dinero y empezar un negocio propio. Yo le conté que era nueva en esto del trabajo de edecanes.

El primer día se pasó lento y consistía principalmente en estar parada, sonreír a toda costa y contar los minutos. La expo fue visitada en su mayoría por hombres y era nuestro trabajo hacer sentir deseados a los potenciales compradores saludándolos, tomándonos fotos con ellos y sus amigos bajo demanda, seguirles la plática y saber manejar situaciones incómodas sin causar alborotos.

Por las 10 horas de trabajo, nos dieron dos recesos de media hora. El primero lo aprovechamos Mari y yo para comernos unos sandwiches, el segundo para irnos al estacionamiento, quitarnos los tacones y alejarnos de la gente. Yo ya no soportaba mis pies y al quitarme los zapatos descubrí una ampolla grande. Mari me ayudó con unos curitas especiales y me insistió en que comprara tacones de la marca Flexi para aguantar mejor. Estos solo eran una probadita de los consejos y apoyos que ella (y muchas otras mujeres que conocí) me iban a regalar.

Con el paso del tiempo aprendí de ellas cómo evitar los toqueteos, cómo conseguir mejores trabajos e insistir en pagos retrasados. También aprendí que mis prejuicios de superficialidad contra las edecanes eran eso, prejuicios. En vez de superficialidad, encontré un realismo crudo y entendimiento profundo de nuestro sistema socio-económico en la mayoría de mis colegas. Al comprar e intercambiar conocimiento sobre productos y prácticas de belleza, invertían en su herramienta de trabajo - su apariencia, su cuerpo. Estaban muy conscientes de lo que hacían y no se disculpaban por apropiarse de lo poco que históricamente se nos había dejado a las mujeres para capitalizar - nuestra apariencia, nuestros cuerpos.

En los dos años que trabajé de edecán fui a muchos lugares y conocí a mucha gente diferente, pero la fórmula era la misma siempre. En partidos de fútbol, inauguraciones de centros comerciales, cenas de políticos o palcos de la Fórmula 1 - nuestra chamba era representar lo que los hombres visitantes querían poseer a través de nuestros cuerpos sexualizados y sumisos, lo cual se asociaba con el producto a consumir y generaba así más disposición de gastar dinero. Esto requería una labor física y emocional agotadora. Y la manera de sobrellevarlo era la siempre misma también. Encontrando los pocos espacios donde entre nosotras podíamos chismear, distraer y reírnos, darle lugar a nuestras frustraciones y apoyarnos.

Claro que había de todo, como en cualquier otro ámbito social, pero la mayoría del tiempo me sentía protegida y apoyada por la comunidad de mujeres edecanes - todo lo contrario de lo que me esperaba. De Mari, quién había sido la primera en acogerme, aprendí pronto que esa era una habilidad que practicaba ella con alta frecuencia, ya que tenía a una bebé y una mamá mayor en su casa esperando su regreso de cada jornada laboral. Su trabajo físico y emocional no se terminaba al quitarse tacones y vestido, continuaba en el cuidado de sus familiares. Mari no era edecán porque el criar a una bebé y cuidar de una señora de avanzada edad no era suficiente qué hacer, era edecán porque al contrario de su trabajo del cuidado, la sexualización de su cuerpo para fines comerciales sí era remunerado. Y Mari tenía cuentas que pagar y planes para un futuro más independiente, cosas para las cuales se requiere dinero. En un sistema social y económico como el nuestro, solo hace falta seguir el paso del dinero para entender qué valor se le da a las cosas, a las actividades y finalmente a las personas mismas.

Johanna Rocker

Soy una mujer cisgénero y tengo 34 años. Soy alemana, pero México es mi hogar desde los 14. Mi madre es maestra de primaria y mi padre periodista. Yo estudié etnología y filosofía, dos disciplinas que han marcado mi forma de pensar y vivir fuertemente. Soy una mujer blanca y tuve acceso a una buena educación escolar y una red de apoyo sólida. Crecí con influencia feminista por parte de mi madre pero también internalicé elementos del sistema patriarcal, racista y clasista. Trato de desaprender. Me gusta escribir, cantar y desarrollar ideas descabelladas en ratos de insomnio.

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